Iremos entonces tomando cada vez mayor conciencia de que, consumada la pasión, muerte y resurrección, se inicia nuestro tiempo. Tiempo de la Iglesia como comunidad apostólica o, para aprovechar el acierto de Aparecida, tiempo de los “discípulos-misioneros de Jesucristo”. Tiempo de hacer dar frutos al muy fecundo grano de trigo que ya ha caído en tierra, ha muerto y guarda en sí un potencial infinito de vida. Por eso hoy escuchamos y aceptamos el envío de Jesús. Como ocurrió entonces con los discípulos, hoy somos desafiados para renovar la vida de nuestras comunidades como fuente de liberación y sanación. Nuestros contemporáneos debieran admirarse de las virtudes de nuestro modo de vida, como sucedía entonces con nuestros Padres en la fe. Como en otro tiempo ocurrió al vidente del Apocalipsis, hoy nosotros también debiéramos renovar la escucha del Maestro para poder comunicar este mensaje tan profundamente esperanzador: “No teman. Aquel en quien nosotros creemos estaba muerto, ahora está vivo y, sobre todo, se ha hecho con las llaves de la muerte y del abismo”. ¿Quién no necesita ser convencido de esta consoladora certeza de los “discípulos-misioneros de Jesucristo”?
Además, en el contexto de este segundo domingo de Pascua, necesitamos poner un énfasis especial en nuestra predicación: la palabra que describe lo hecho por Jesús y lo que a nosotros se nos encomienda es “misericordia”. El Resucitado la ha derramado sobreabundantemente en nosotros para que desborde hacia el mundo entero. Una incontenible creciente de misericordia debiera invadir nuestros ambientes en cada tiempo pascual.
Pero, para que esta acción de Jesús, heredada ahora por los que somos sus discípulos, sea eficaz hay algo que cuidar y que hace de sustento: creernos unos a otros. Es lo que en definitiva reclama Jesús a Tomás y a todos. Ser Iglesia significa, también, que vemos los que otros vieron, oímos lo que otros oyeron… De nuestros antepasados nos viene la seguridad de que todo esto empezó con Jesús. Hace tiempo que llamamos a este rico proceso Tradición. De su vitalidad y dinamismo nos alimentamos. De ella depende nuestra fidelidad a nuestros orígenes.
Nuestra Tradición –un poco vapuleada entre algunos- representa una grave responsabilidad en nuestra cultura de comunicación sin demasiada inquietud por la verdad. La verdad está puesta en cuestión, sobre todo, cuando ni divierte ni vende ni consigue poder. Nuestra vida política y nuestra desvergonzada farándula sobran como ejemplos. Asistimos hasta el hartazgo a la proclamación de supuestas verdades que cambian tan rápidamente como si un proceso inflacionario se hubiera encarnizado con ellas. Y no significa esto que la verdad sea la que crece sin que podamos detener su progreso. Lo que crece a ritmo de vorágine es más bien el palabrerío verborrágico con el que nos manipulan y en el que la verdad es una moneda de cambio más.
La Pascua y nuestra inagotable Tradición nos convencen una vez más de que la verdad, la que salva, la que nos hace libres, es la persona misma de Jesús. Su vida y su palabra expresan una contundencia que crece con el paso del tiempo. Los argentinos tenemos a mano una buena paráfrasis: Gardel cada día canta mejor; Jesús cada Pascua es más verdad y más libertad.