Editorial - Noviembre 2011 - Nº 359

A menudo el mes de noviembre nos vienen a la mente las mismas palabras para nuestro comentario. Todos Santos: bienaventurados, la comunión de los santos, la vida eterna… Si, en efecto, esa fiesta. Todos Santos es todo eso, pero es también “una multitud inmensa que nadie podría nombrar, una multitud de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas.” (Apoc. 7) Una multitud de gente que no se cansan de fabricar dulzura, misericordia, justicia, alegría, paz, con el material mediocre de la vida cotidiana. A menudo han vivido escondidos, ignorados, anónimos, lejos de las celebridades humanas y son numerosos los que han pagado con su sangre la fe en Jesucristo resucitado.

Los santos del cielo nos envuelven con su caridad fraterna y actúan en nuestro favor. Para consolar a sus hermanos en el momento de su muerte, Santo Domingo les dijo: “No lloréis. Os seré más útil tras mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida”.

Ante las tumbas de nuestros queridos difuntos, la oración que más a menudo sale de nuestros labios es Dios te salve, María. Contamos a María nuestros sufrimientos, nuestros interrogantes y a la vez nuestra esperanza, nuestra alabanza, pues no queremos abandonar al poder de la muerte.

Creemos en la resurrección de los muertos que han encontrado junto a Dios la verdadera vida.